jueves, julio 03, 2014

Japón 5 de Septiembre 2013: Tokio-Nagoya-Takayama

Con gran esfuerzo nos levantamos a las 5:25 con pocas horas de sueño para darnos una ducha e iniciar nuestro viaje más allá de Tokio. A las 6:32 estábamos pagando en el Lawson nuestro desayuno de otro café Premium, otro chocolate que era café, una especie de ensaimada y un bollo relleno por 545¥. Como estaba chispeando y solo teníamos un paraguas Julius le pidió al hombre del hotel si podía coger un paraguas. Supongo que el hacer el checkout, pedir un paraguas y que te lo den no puede tomarse como apropiación indebida. Después de “corre que te corre” para coger el tren camino de Tokio Station pudimos coger allí el shinkansen a Nagoya a las 7:03. Lastima que después de degustar nuestros ágapes matutinos, en los carteles del tren empezara a aparecer “Delayed heavy rain”, vamos que llovía mogollón y tocaba esperar. Al final llegamos a Nagoya a las 9:30 y nos dispusimos a ir a ver el castillo de Nagoya. Hay que decir que Helen se desgañitó diciendo “Noooo, a Nagoya noooo… vámonos a Takayama…”. Cuanta razón tenía. Si no ponen a Nagoya en las principales rutas, será por algo (¡si hasta lo decían los niños chinos!).

Lo primero que hicimos fue buscar unas taquillas para dejar las maletas. Ahí te cobraban el módico precio de 600¥ para guardar las maletas mientras hacíamos la visita al castillo. Al principio puede parecer un poco confuso su uso pero al final era seleccionar tu taquilla, pagar y coger el pin para luego recogerlas. Desde aquí, camino del metro encontramos una farmacia donde Julius buscó el kanji del mosquito y al grito de “Ka, Ka” y señalando los bolones de las picaduras le dieron un antimosquitos (“strongest”, apuntamos a la dependienta para que surtiera efecto). Fueron unos 1000¥. A parte compramos el colorete nº1 en ventas ya que el otro colorete se defenestró en el baño de Ueno. Otros 1000¥.

Después de estas compras fuimos al metro que era superconfuso, hasta tal punto que no supimos comprar los tickets de primeras. Tuvimos que ir a preguntarle a una chica de información que solo nos dijo que se sacaban en las maquinas (muchas de ellas solo en japonés). Así que no sé cómo Julius consiguió sacar los tickets que fueron 230¥ por trayecto. ¿Por qué lo supimos? Por los carteles y por la guía y lo comprobamos al pagar solo 200¥ a la vuelta y pedirnos la máquina el ajuste de tarifa. Con dos trasbordos en el metro peculiar con un ventilador para aliviar el calor, llegamos a la puerta del castillo. Había varias combinaciones de tickets y cogimos la normal de entrada al parque y castillo por 500¥ (¡también había una pase anual…!). Nada más entrar al parque nos dimos cuenta de una de las razones por la que hay que evitar esta visita: Los mosquitos te pican a través del pantalón en el metro, en el parque y en el castillo. Increíble pero cierto.


El parque es un parque normal que te sirve de antesala para ver el castillo, no es nada del otro mundo. Lo que si nos gustó es que hay una reconstrucción del palacio hecha de madera donde hay reproducciones de pinturas en las puertas correderas (fusuma) con escenas de animales en tonos dorados. La verdad que fue de lejos lo mejor de la visita. El problema fue que esto lo debía saber medio IMSERSO japonés y estábamos  rodeados de olores añejos. Un anciano se echó unas risas al ver a Julius con su flamante nueva cámara y el objetivo, deducimos que debió de decir algo así como “con lo grande que eres y esa cámara ocupas mucho”. Si los japoneses son muy respetuosos, pero los ancianos y ancianas se rigen por el carácter universal del abuelo: Tengo suficientes años para que todo me importe lo justo y necesario. Después de esto, fuimos al castillo donde básicamente se ven las carpas (o como ellos dicen, delfines) doradas, te montas en ellas y ves un pequeño museo sobre cómo vivían antes los japoneses, armaduras, historia de Nagoya… Visto esto ya puedes coger el ascensor para abajo. Te invaden una docena de ancianas y por el “poder abuelo” empujan para ver si son las primeras en bajarse… es universal.
Eran las 11:50 cuando salimos del castillo y pensamos que podíamos comer tranquilamente antes de irnos para Takayama… pero no, no podíamos porque el limited Express Hida que nos llevaba salía a las 12:48 y después cada dos horas. Así que nos fuimos corriendo para llegar a tiempo al tren. Llegaríamos sobre las tres de la tarde así que podríamos comer a esa hora (aunque luego no pudiese ser así como pasó el día anterior). Ahora os explicaré por qué no ha de hacerse está visita a Nagoya. Primero porque para ver algo que no merece mucho la pena te dejas unos 1300 ¥ por persona, segundo porque pierdes mucho tiempo en ir y volver y ves poco (eso de 10 minutos en metro es si te sabes todo fenomenal, al final son 20 o 30 minutos de viaje para ir al castillo y otros tantos para volver), tercero te fríen los mosquitos y por último, cuando llegas a Takayama y ves que se te ha ido el tiempo en Nagoya y no vas a poder ver bien esa bella ciudad…. te entran los 1000 demonios.

Lo dicho, a las tres y poco estábamos en la estación de Takayama. Ahí identificamos donde se cogían los autobuses para ir a Hida no Sato, un pueblo museo con las casas típicas de los Alpes japoneses (salía el último autobús a las 16:00, no iba a dar tiempo) y nos pusimos a buscar el ryokan. Estaba al lado de la estación, pero como siempre estuvimos dando unas cuantas vueltas. El ryokan se llama Hodakaso Yamano Iori y es una pasada. Una casa tradicional con todo detalle llevado por un matrimonio y sus “elfos” (otras ancianas japonesas que se movían como ninjas). Por supuesto habíamos cogido comida y desayuno, porque leímos varios comentarios en booking y todos lo recomendaban. Además amablemente pudieron satisfacer mi petición de darnos una habitación con vistas al jardín. Para subir a las habitaciones había que dar unos cuantos giros, subir escaleras… solo faltaba el suelo del ruiseñor. Todo era encantador, como en una película de memorias de una geisha. Nos enseñó los yukatas y viendo el mío dijo “necesitas uno más grande”. Cuando regresó con él se sentó de rodillas y prácticamente se tumbó de lo inclinada que se puso para dármelo. Impresiona ver cómo estás mujeres mayores siguen las tradiciones. Metimos nuestras maletas de la entradita a los tatamis, por eso de que estuviesen más a resguardo (las paredes de papel son antibalas ¡eh!). Nos sacamos infinitud de fotos sentados en la mesita del té desde todos los ángulos para ver toda la habitación.

Como íbamos mal de tiempo y encima sin comer, nos pusimos en movimiento cerca de las cuatro y media. Fuimos al templo Kokubun-Ji que era gratuita la entrada. Es chiquitín, con pagoda y un ginko de más de 1000 años enorme. Un remanso de paz. Retomamos la visita por la calle principal kokubun-ji Dori y antes de cruzar el puente con sus dos estatuas pintorescas nos comimos unos bolitas dulces de arroz o patata (no distinguimos bien el sabor) que nos saciaron levemente el hambre por 210 ¥. En el centro histórico, continuamos por las calles Sannomachi, por el barrio Sanmachi Suji donde hay casas antiguas muchas reconvertidas en tiendas. Mucha madera con plata por todas partes. Solo faltaban los samurais. Ahí te venden multitud de sarubobos que son muñequitos rojos que se traduce como “bebe mono” y que dan suerte. También te venden conejitos superñoños que alguno se compró (“te enseña pero no te da el regalito, que mono”). También había muchas tiendas de sake, con sus sacos de arroz.


Después de ver el centro, como empezaban a cerrar las tiendas y teníamos la merienda-cena a las 7, regresamos al ryokan. La idea era bajar en yukata, pero vimos que no había nadie con él en el lugar dónde íbamos a comer. Así que bajamos con ropa normal, nos enseñaron nuestra mesa y cuando nos sentamos en las sillas con respaldo pero sin patas nos informó que mientras cenáramos nos harían nuestras camas, es decir, los futones. Ahí se me encendió la bombilla ¿cómo van a montar los futones con nuestros maletones por medio? Así que me levanté y subí presto a nuestra habitación. Allí estaba otra “elfo” septuagenaria moviendo las cosas de la habitación y mirando los maletones. Cuando entré me miró sobresaltada y la intenté explicar que había venido a quitarla los maletones que pesaban un quintal y con unos arigatos más la dejé preparando nuestra habitación mientras me dirigía al festín.

El susodicho festín se componía de varios platos pequeños con sopa de miso, una ensalada típica, encurtidos, pepino, setas, una especie de huevo escalfado, atún, otro pescado y, la parte fuerte, una pequeña cesta con verduras para hacerlas a la plancha (repollo, soja, cebolla, champiñón, calabación, puerro… ) que saltaban como unas condenadas en el fuego. Y por supuesto, la carne de Hida. Carne veteada de cerdo y ternera para hacer a la plancha muy jugosa y sabrosa. Todo esto con arroz por doquier y rehogada por una “biru” Asahi de tamaño paulaner. Pues nos lo comimos todo, como supongo el resto de españoles que estábamos. Catalanes, andaluces y madrileños dimos cuenta de la cena por igual. Para hacer la digestión hubiera hecho falta un buen pacharán o en su defecto sake, pero nos tomamos un té en sustitución. Total: 2 horas de comilona.

Nos dispusimos a dar una vuelta por el pueblo, pero seguramente el cansancio me hizo mal leer los horarios del onsen y leí “hasta las 22:00” en vez de hasta las “23:59”. Así que decidimos probar eso de los baños termales. Dudando si el azul o el rojo era el mío me dispuse a entrar. Solo había un alemán (austriaco o de la zona) que se estaba yendo así que me senté en uno de esos banquitos y frota que te frota me dí una ducha y me metí en el agua termal. Superagustito que estaba. Entró uno de los españoles con los que estuvimos cenando y hablamos de lo que habíamos visitado en Japón, que si habían ido a Hakone estando nublado y no habían visto el Fuji (además de que estaba roto una de los transportes japoneses pero le habían cobrado todo el pase…). Me chocó que me dijera que era su primer viaje grande fuera de España y me quedé pensando en lo bien que se lo montaban los japoneses para venderse en el exterior. No me extraña que les acabasen dando los juegos olímpicos de nuevo.

Terminada esta charla subí a la habitación e intercambiamos impresiones sobre el onsen, en cómo las chicas japonesas se bajaban al onsen y frota que te frota como si tuvieran roña. Si tenías la desgracia de ser una gaijin, pues te tocaba hacer lo mismo para no parecer una persona poco higiénica. Es lo que le pasó a la catalana. Pero bueno, nosotros si pudimos disfrutar de un buen rato en el onsen que nos dejó tan relajados que nos quitó las fuerzas de dar un paseo por la noche. Así que nos metimos en los futones y a dormir. Una experiencia. Aprendes a valorar las camas occidentales (y eso que eran bastante cómodos).